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martes, 7 de septiembre de 2010

Rusalka y cerveza para degustar Praga

Desde hace un par de días estoy en Praga, la ciudad de Kafka, Rilke y Jan Neruda. La temperatura ha caído por debajo de los cero grados y ni siquiera ir equipado con un buen abrigo, guantes y bufanda sirve para conseguir el mínimo de calor necesario para disfrutar al máximo de la ciudad. Los puestos de vino caliente están atestados de turistas que esperan echarse al gaznate un poco de alcohol caliente y dulce para entrar en calor. Los checos, en cambio, prefieren entrar a una cervecería y beber jarra tras jarra.

A las pocas horas de mi llegada, fui a la Ópera, donde representaban Rusalka, del compositor checo Antonin Dvorak. La ópera -con libreto de Jaroslav Kvapil- fue estrenada en 1901 en Praga con bastante éxito. Rusalka es una ninfa de agua, que un día se enamora de un humano (un príncipe) que está de caza. Rusalka sabe que no puede enamorarle si sigue viviendo en las profundidades, así que le pide a su padre (el gran water-gnome) que le ayude. Éste le recomienda que vaya a visitar a la bruja Jezibaba. La bruja le advierte a Rusalka que puede satisfacer sus deseos de convertirla en humana, pero si es rechazada por el príncipe, tendrá que volver a las profundidades a vagar entre la vida y la muerte en soledad. Además, la bruja se queda con su voz a cambio de la poción mágica.

Rusalka acepta y, aunque el príncipe la ama en principio, ésta será repudiada cuando todo el palacio vea que no tiene voz. Rusalka es condenada a volver al lago. El príncipe se da cuenta más tarde de que la sigue amando y decide ir a buscarla, pero Rusalka ya no es ninfa ni humana. El príncipe le pide besarla, pero ella le avisa de que si lo hace, él morirá. El príncipe, enamorado, acepta ciegamente y la besa. Poco después cae muerto en los brazos de Rusalka.

Esta historia, tan parecida a La sirenita de Hans Christian Andersen, fue seguida por centenares de checos y turistas. Apenas quedaban butacas vacías en la Ópera. En los descansos, los asistentes -con vestidos de gala- salían a tomar una copa de vino tinto por cuarenta coronas, una cerveza por 25 ó un tentepié por 40. Al final de la representación, el desfile de vestidos caros se repartía entre los que paraban taxis y los que tímidamente se dirigían a McDonalds a comer una hamburguesa.

Tras Rusalka, decidimos ir a cenar algo a El Tigre Dorado, una cervecería famosa por su comida típica checa y por su cerveza elaborada por ellos. Pero además es conocida porque el presidente checo llevó a Bill Clinton ahí cuando éste vino en visita oficial.

El Tigre Dorado es una taberna atestada de gente (casi no hay turistas). Las mesas de madera se comparten: al entrar, se ocupan las sillas vacías, no hay que ir con reparos, porque siempre está llena y si uno duda en sentarse al lado de un enorme barbudo, se quedará de pie toda la noche.

Nada más sentarse, traen una jarra de cerveza para cada uno. No hace falta pedirla, los camareros entienden que quien va ahí es para beber cerveza. Así que en cuanto acabas la consumición, si no recuerdas poner el posavasos sobre la jarra, rápidamente traerán otra que sustituirán por la vacía. De ese modo, los checos pueden pasar horas bebiendo seis, siete u ocho cervezas a una velocidad de espanto. Nosotros, para que el líquido no cayera sobre vacío, acompañamos la bebida con un filete de carne al roquefort. Tras beber dos cervezas y cenar un poco, pagamos la cuenta (unas 200 coronas por persona, 8 euros aproximadamente) y nos marchamos de El Tigre Dorado esquivando los que quedaban de pie brindando con las jarras y los que desfilaban por fuera balanceándose por el pasillo que daba a la calle. Los checos aguantan bien el alcohol, pero siete cervezas de medio litro son mucha cerveza.

jueves, 20 de mayo de 2010

La Cracovia de 'La lista de Schindler'

Las rutas literarias o de cine tienen gancho. Basta que un libro o película tenga éxito para que sus escenarios cobren un nuevo atractivo o interés. Esto ocurre con La lista de Schindler, adaptación de Steven Spielberg de la novela de Thomas Keneally. Cracovia y sus alrededores cuenta con varios lugares por donde las cámaras de Spielberg pasaron o bien sirvieron de referencia para montar los escenarios de la película.

El más evidente, el campo de concentración de Plaszow, a unos tres kilómetros del centro de Cracovia. Actualmente no queda nada de este campo, solamente un monumento que recuerda la tragedia y un cartel que pide respeto al entrar. Las escenas de La lista de Schindler se inspiran en los hechos ocurridos en los campos de Plaszow y Auschwitz. El primero era el que estaba bajo las órdenes del comandante de las SS Amon Goeth, interpretado en la película por Ralph Fiennes. Goeth fue ejectuado en la horca del mismo campo que controlaba.

Otro escenario que puede visitarse en Cracovia está en el número 12 de la calle Jozefa. En un patio interior se encuentra el lugar donde Spielberg rodó la escena en que un niño alemán pide a su amiga judía y a su madre que se oculten bajo una escalera para que los nazis no las descubran. En ese mismo punto, hay expuestos unos cuantos fotogramas de la película.

Aunque probablemente, el lugar más auténtico sea la fábrica de Oskar Shindler, en el 4 de la calle Lipowa, en un polígono de Cracovia. Las famosas puertas negras de la fábrica se encuentran actualmente cerradas a la espera de que en pocas semanas sea inaugurado el museo que albergará las huellas de Schindler y los judíos que salvó. En la entrada, por cierto, hay una placa con la frase Quien salva una vida, salva al mundo entero.

Si alguno de ustedes se encuentra por Cracovia y quiere recorrer los escenarios de La lista de Schindler, ya sabe. Eso sí, no olvide que en la película hay actores, decorados y recreaciones. En los lugares incluidos en esta "ruta cinematográfica" sufrieron y murieron miles de personas y aquellos no eran actores.

Fotos: Manel Haro ©

miércoles, 19 de mayo de 2010

Tallín, un tesoro medieval

Había leído en la guía de viajes que Tallín brillaba sobre todo por su pasado medieval. La capital de Estonia cuenta con incontables huellas del medievo que indudablemente han sabido ser aprovechadas para explotarlas de cara al turismo. El centro histórico está cercado por una muralla, que encierra los edificios más interesantes de ver. El más atractivo, para mí, es el ayuntamiento, una construcción de estilo gótico (siglos XIV-XV), que se impone en el centro de la plaza Raekoja, la principal de la ciudad. Si se quiere echar una mirada desde lo alto de su torre, por unos 3 euros se tiene la oportunidad de subir por una estrechísima escalera para captar la belleza de Tallín. Eso sí, si al turista le gustan las buenas vistas, es mejor subir a la torre de la iglesia de San Olaf, cuya altura supera los 120 metros y los 250 escalones. Ambas torres, por cierto, eran utilizadas por el KGB para vigilar la ciudad.

En poco espacio, es fácil encontrarse con diferentes construcciones medievales (monasterio, murallas, torres...) e incluso con gastronomía medieval. En el mismo edificio del ayuntamiento, al lado de la entrada a la torre, un pequeño local ofrece vino, sopa o pan relleno de carne.

A pocos metros, el restaurante Olde Hansa apuesta por recetas puramente medievales de diferentes puntos de Europa y del mundo árabe (por ejemplo, uno puede tomar una cerveza a la miel mientras degusta carne a la cerveza con arroz o bien carne con higos en salsa). Realmente vale la pena esta restaurante, que, a menos que uno pida el filete de oso (unos 50 euros), no resulta caro. Los camareros, por cierto, van vestidos de campesinos y no es raro ver cruzar el comedor a misteriosos encapuchados con largas vestiduras oscuras.

Tallín es una ciudad que vale la pena, sobre todo si al turista le fascina lo medieval (de vez en cuando es fácil encontrarse con carros que venden almendras garrapiñadas, escuchar música del medievo por las calles o practicar tiro con arco en algún foso cerca de las murallas). Interesante centro histórico como interesante es su imponente iglesia ortodoxa cerca del Parlamento. No lo duden, anoten Tallín entre los imprescindibles para sus futuros viajes. No se arrepentirán.

Fotos: Manel Haro ©

domingo, 6 de diciembre de 2009

Ascensor hacia Poznan

Este puente he decidido pasarlo en Polonia, concretamente en Poznan (desde donde escribo) y Wroclaw. En ambas ciudades estuve ya el pasado mes de abril, pero regresar a lugares como estos nunca supone demasiado inconveniente. La temperatura flirtea constantemente con los grados negativos, aunque la media se mantiene en unos cuatro grados. A las 15:45 horas ya anochece y cuando pasan unos minutos de las cuatro de la tarde ya es noche cerrada.

Poznan en invierno y Poznan en primavera son dos ciudades distintas. Si un domingo de diciembre se pretende cenar pasadas las 21:00 horas, puede ser un handicap importante encontrar un restaurante que no se encuentre en la plaza cada vez más turística Stary Rynek (los vuelos de las compañías de bajo coste, como Ryanair, han hecho que la ciudad gane visitas progresivamente).

Ciudades como Poznan, que no cuentan con un patrimonio cultural tan importante como otras ciudades polacas, como Cracovia, hacen que la hospitalidad y el buen trato a los turistas sean unos de sus mayores atractivos. No obstante, la arquitectura tan típica de la Europa central y del este (esos edificios señoriales que se imponen en las plazas más importantes de la ciudad) hacen que se establezca un contraste atractivo e inevitable con esa antigua Polonia socialista de los bloques grises, aparentemente fríos y alejados de la fiebre constructora europea). Al lado de un centro comercial hipermoderno con firmas de moda tipo Lacoste, podemos encontrar una casa medio en ruinas con un puesto de salchichas en la esquina.

Es ese despertar de Polonia lo que hace de ciudades como Poznan, Wroclaw, Cracovia o Katowice, entre otras, un irresistible atractivo. En la Stary Rynek de Poznan, por cierto, un cronometrador de cuenta atrás marca los días, horas y minutos que quedan para la celebración de la Eurocopa 2012, lo que supondrá una interesante inyección de dinero para el país. Polonia, poco a poco, se acomoda en la moderna Europa.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Un viaje al interior del frío

Como este año no he podido disfrutar del calor del verano -cuestiones laborales-, resulta que pillo el frío con más ganas. Cuando las temperaturas hacen bajar el mercurio de los termómetros, siempre me gusta pensar en lo feliz que sería si estuviera de viaje -a veces, incluso viviendo- en los países de la Europa central. Me resulta profundamente atractivo estar paseando bajo un intenso frío, siempre pensando en entrar a una cafetería para coger calor, y visitando los atractivos de cada ciudad. Me gusta abrigarme al máximo (bufanda, guantes, abrigo...) y salir a la calle con una guía de viajes en la mano (si nieva, mejor). Me es tan apetecible salir al cortante frío como luego llegar al hotel para quitarme los varios quilos de ropa que me he puesto encima y comentar con mis amigos lo que ha dado del sí el día.

Plaza de Poznan / M. Haro

Por esa razón, todos los años, al llegar el frío, me voy unos días por aquellas zonas. El año pasado tocaron Eslovaquia, República Checa y Polonia. Este año voy a repetir con Polonia (un país que visito a menudo). Las plazas de las ciudades polacas son enormes, abrazadas por una arquitectura magestuosa, estéticamente irresistible. La mejor, por supuesto, la de Cracovia (la más grande de Europa). Sin embargo, las de Poznan o Wroclaw son igualmente entrañables (no es un adjetivo casual). Y, créanme, si tienen la suerte de visitar alguna de estas plazas en plena feria de Navidad (con niños cantando, paradas de comida típica, puestos de regalos...), entonces uno, directamente, cae rendido.

Carlo Vivari, desde un restaurante / M. Haro

Mientras estoy en Barcelona, pienso en Salzburgo, Innsbruck, Praga, Olomouc, Cracovia, Trencin... Lo hago con nostalgia (qué suerte los que pueden aprovecharse del encanto del frío). Mientras llega la fecha de coger el avión, me conformo con las olas de frío atlántico que llegan de vez en cuando a España. Entonces, sólo pienso en llegar a casa, encerrarme en la habitación y pasarme toda la noche leyendo o viendo películas mientras oigo el viento agitar el ramaje de los árboles. Es mi particular viaje de consuelo.

Texto y fotos: Manel Haro.

viernes, 1 de mayo de 2009

La tentación de Jamaa el Fna

La plaza está siempre atestada de puestos de comida, que humean tentando el olfato de los viandantes. Nadie que se pasee por allí puede pretender salir de la plaza sin haberse llevado a la boca alguno de los manjares que ofrecen los camareros. "Pruebe nuestro kus kus, amigo", "¿quiere una harira?", son algunas de las recomendaciones que se oyen siempre al pasar cerca de las mesas apretadas de comensales.


La plaza Jamaa el Fna es uno de los mayores atractivos de Marrakech, sobre todo de noche, si se sube a una de las terrazas de los pisos superiores de los restaurantes. Ver la explosión de humo y luz, el desfilar de centenares de personas es una estampa de las que no se borran de la memoria.

La harira, uno de los platos nacionales de Marruecos, es una sopa espesa de fideos, garbanzos, ternera, tomate, cebolla y algunas de las sorprendentes especies marroquís. Es un entrante económico, en euros pueden ser unos cincuenta céntimos. Después del ramadán la harira es uno de los primeros platos que golpea el estómago vacío de los musulmanes. No es extraño ver a los marroquís tomar un tazón de esta sopa a cualquier hora del día, como si de un café caliente se tratara. Basta sentarse y pedir un cuenco de la sustancia que aguarda en las grandes cazuelas a cualquier hora del día. Claro que hay que andarse con ojo si uno es escrupuloso, porque no es de extrañar ver cómo los cocineros comprueban el punto de sal hundiendo el dedo en la sopa y llevándoselo a la boca.


Después del entrante, quizá la mejor opción es entretenerse con el kus kus, al que hay que enfrentarse con hambre pantagruélica. Se puede pedir de verduras, de pollo, de ternera o incluso de pescado, normalmente sardinas. Depende del gusto de cada uno, desde luego, el preferido por los turistas, a simple golpe de vista, parece ser el de ternera.

El kus kus es un tipo de grano que puede recordar a la sémola, aunque no tiene nada que ver una cosa con otra. Se sirve en un plato, normalmente, de arcilla, tapado, a la espera de que el comensal lo destape y hunda la cuchara. Hay que tener un estómago a prueba de bombas para acabarse el plato, pero la tentación es grande y resistirse casi imposible.


Quizá por esa razón lo mejor para culminar el banquete es conformarse con un postre suave, un té moruno, con hojas de menta, por supuesto. Los atrevidos lo toman sin azúcar, pero los marroquís se echan un par de terrones, por norma general. Dejarse llevar por el aroma de siglos de historia de cultura gastronómica marroquí es la mejor forma de acabar la comilona. Eso sí, ¿puede alguien ser capaz después, paseando entre los encantadores de serpiente y los contadores de cuentos, de resistirse a los zumos de naranja o limón? Decir que no es más costoso que sacar una moneda y abrir el gaznate.

Manel Haro (texto y fotos).

martes, 24 de febrero de 2009

Vlkolinec, un pueblo Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO

Siempre he pensado que la auténtica esencia de cada país no está en las capitales, sino en los pequeños pueblos. Las grandes ciudades son, grosso modo, parecidas entre sí: cada una tiene sus monumentos, sus calles, sus gentes, pero todas guardan la semejanza de ser grandes urbes llenas de movimiento, centros históricos aguijoneados por tiendas de souvenirs y miles de turistas haciendo fotos. En cambio, al dejarse perder por pequeños pueblos donde el turismo se ve como una feliz coincidencia es cuando nos encontramos con el auténtico tesoro de cada país: la esencia incorrupta de la historia.


Estos días he estado en un pequeño -pequeñísimo- pueblo de montaña anclado en los Cárpatos eslovacos. Se llama Vlkolinec, tiene solamente 35 habitantes y es, desde 1993, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Este diminuto pueblo tiene actualmente unas 45 casas, de las cuales unas cuantas están construidas solamente con troncos de árboles recubiertos de yeso. Y, para más señas, están pintadas cada una de un color.




Vlkolinec nació en el siglo XV y pertenecía a la ciudad de Ruzomberok (actualmente, a unos 6 kilómetros montaña abajo). Su nombre parece ser que procede de la palabra "lobo" en checo, ya que entonces era muy normal ver lobos paseándose por el pueblo. Este pequeño núcleo de casas tenía 117 habitantes en 1766; 334 en 1825; 345 en 1869; 265 en 1930; 203 en 1950 y 172 en 1971. Actualmente solamente unos 35, de los cuales 12 son niños en edad escolar.





Para subir a Vlkolinec hay dos opciones: recorrer a pie los 6 kilómetros desde Ruzomberok montaña arriba (en invierno, hay que contar con la nieve y las temperaturas bajo cero) o coger el City Bus. Este medio de transporte cuesta actualmente 0,33 euros y tiene poca frecuencia: solamente tres al día van a Vlkolinec y vuelven. Por ejemplo, se puede subir en el City Bus de las 10:45h y volver en el de las 15:10h. Pero hay que tener en cuenta que el pueblo se ve en menos de una hora y luego hay que esperar a la intemperie a que llegue el siguiente coche. Si está nevando y hace un frío imposible, las horas se hacen especialmente largas, porque no hay ningún lugar donde cobijarse (en Vlkolinec no hay cafeterías ni tiendas). En este pueblo, además de las casas y una iglesia, hay un modesto museo que muestra una vivienda original por dentro. La entrada es gratis, pero es de cortesía comprarle al hombre que te abre la puerta algún pequeño souvenir que tiene a la venta.





Si uno sube en invierno verá a los niños lanzarse en trineo, a los hombres apartando la nieve de las puertas de sus casas con las palas y a alguna mujer mayor lavando la ropa en el riachuelo de heladas aguas. Es, sin dudas, un pueblo con encanto, muy recomendable de visitar, dado que guarda la esencia de la historia, de cómo era antes un pueblo apartado en las montañas de Eslovaquia. Aunque ese encanto quede un poco descafeinado al ver los coches aparcados al lado de las casas hechas de troncos de madera.

domingo, 27 de julio de 2008

Exprimiendo la Expo de Zaragoza 2008

Muchas expectativas, sobrada curiosidad, por saber cómo iba a ser la Expo de Zaragoza. Esta semana, por fin, he podido asistir a este certamen universal. Como cualquier gran evento, la ciudad anfitriona se transforma, experimenta una metamorfosis absoluta para recibir a la comunidad internacional. Centros comerciales, más medios de transporte urbano -Zaragoza ha estrenado el Bizi-, hoteles de nueva construcción, reurbanización de muchas de las zonas próximas al recinto ferial y mejoras en las infraestructuras. Como es sabido, a la ciudad que le cae una Expo, unos Juegos Olímpicos o alguna gran cita, en realidad le cae el gordo. Zaragoza, efectivamente, se ha vestido de gala para albergar esta edición de la Exposición Universal.


Antes de entrar
Todos los visitantes deben saber varias cosas. Para empezar, que sepan que la ciudad clausurará la Expo el 14 de septiembre. Todavía están a tiempo los que deseen visitarla. Eso sí, la ocupación hotelera está rozando el completo y las habitaciones disponibles tienen fijado un precio muy alto. Por ejemplo, en un hotel de dos estrellas se piden casi 200 euros por una habitación doble o individual. Claro que eso ocurre en todas las ciudades cuando tienen un evento de estas características.

Las taquillas abren a las 9:15h y los pabellones a las 10:00h. La entrada para un adulto cuesta 35 euros y para los menores de 25 años, 26,30 euros. Es importante que los visitantes vayan con bastante tiempo de antelación, ya que es fundamental sacar algunas entradas para los pabellones y espectáculos dentro del recinto. Por ejemplo, para entrar al pabellón de España, es necesario sacar una entrada (no hay que pagar más, pero ante la enorme demanda, se organizan las visitas por hora). Quien no haya sacado su entrada, no podrá acceder a este pabellón. Para que vayáis avisados: nada más abrir el recinto, puede que ya haya que esperar más de una hora para sacar esa entrada. ¡Hay que ser rápidos!


Lo mismo ocurre con la modalidad "Acceso rápido" (Fast pass). Unas máquinas expendedoras dan un tique (tampoco hay que pagar suplementos), que permiten entrar sin hacer colas para determinados pabellones o espectáculos. Pero no pueden sacarse dos fast pass por persona en el mismo momento. Cuando se haya utilizado uno, se podrá volver a las máquinas para obtener otro. Es recomendable sacar ese acceso rápido para los espectáculos, como El hombre vertiente. Los fast pass son limitados, sólo hay un número determinado por día.

Es interesante que sepáis también que la consigna cuesta 5 euros todo el día (2 bolsas por persona). Al lado tenéis la oficina donde os ponen la pulsera que os permite entrar y salir del recinto las veces que queráis. Lo mejor es que os la pongáis nada más entrar, para evitar posteriores colas. Una vez se hayan sacado las entradas y los accesos rápidos, es el momento para disfrutar de los pabellones.

Los pabellones
Los pabellones deben ser el punto donde cada país exponga su riqueza cultural. Es una excelente oportunidad para que los visitantes conozcan la diversidad turística que cada país puede ofrecer. No se entiende, por lo tanto, que algunos pabellones sean tan pobres. Por ejemplo, los de Indonesia, Lituania o el de la región de Murcia -entre otros muchos-, son simples habitáculos donde se pone una fuente de agua y cuatro fotos. Y con esto, ya han unido el tema principal de la Expo y su patrimonio. Por ejemplo, si vais a un restaurante indonesio de cualquier ciudad, veréis una decoración más cuidada que lo que os podéis encontrar en la Expo. El pabellón de Cataluña: una colección de botellas de agua al entrar y unas cuantas fotografías de los ríos y riachuelos que tiene esta comunidad. ¿Es esto digno de una Expo? ¿Es suficiente con que el pabellón de la Comunidad Valenciana ponga una ventana que dé a una pantalla con la grabación de una playa y al lado algunas fuentes? ¿Es que no hay nada más en Valencia? ¿Y la Ciudad de las Artes y de las Ciencias? ¿De verdad en Indonesia no hay más que cuatro figuras típicas que adornen?


Con todo esto, me refiero a que muchos pabellones se han limitado a dar cuatro señas de sus países y poner alguna fuente de agua para unir ambas temáticas. Si veis un pabellón que no tiene cola para entrar, ya os podéis imaginar lo que os vais a encontrar dentro. Claro que de esto no tiene culpa la organización de la Expo, sino los particulares de cada pabellón. Que conste.


Pero hay otros que brillan por su esfuerzo y originalidad. Personalmente disfruté mucho con los de Argelia (con un vídeo de realidad virtual) o Kuwait (con una simulación que te lleva por toda la diversidad del país). Aunque no entré, muchos visitantes comentaban lo espectacular del pabellón de Alemania, Japón o Francia. Como os podéis imaginar, no es suficiente con un día para ver todo lo que ofrece la Expo. Para entrar a Kuwait, por ejemplo, hay que hacer una cola de dos horas.

Los espectáculos
Sin duda, lo mejor. La Expo ofrece una amplia oferta de espectáculos para todos los gustos: números musicales de diferentes procedencias, una cabalgata del Circo du Soleil, conciertos de diferentes grupos de primera línea y un largo etcétera. Puedo recomendar el de El hombre vertiente, que nos muestra de una forma original lo mal que estamos gestionando un recurso limitado como es el agua. Otro espectáculo -el mejor- es el que se celebra en el Ebro mismo y que corre a cargo del Grupo Focus: Iceberg, sinfonía poético visual. Si vuestra piel no se pone de gallina después de ver este espectáculo es que, quizá, no sois humanos. Realmente impresionante. Ojalá algún día editen un DVD con los espectáculos de la Expo. Yo me lo compraría.

Hay muchos más espectáculos, pero son necesarios unos tres días para poder disfrutar de la Expo a fondo. Aunque algunos pabellones sean decepcionantes y a pesar de que el calor es abrasador (me pregunto si con los millones que se han invertido en este evento, no se podría haber gastado un poco más en parasoles), la verdad es que ir a la Expo de Zaragoza vale la pena.



Es fantástico ver la alegría con que los maños acogen esta celebración en su ciudad -por cierto que las azafatas del Pabellón de España, dicho sea de paso, son bastante antipáticas- y cómo la ciudad ha quemado sus cartuchos para hacer de Zaragoza una gran ciudad. Ya que vais a la Expo, podréis ver el Pilar o La Seo como nunca la habréis visto, podréis pasear al lado del Ebro o, simplemente, sentaros en las gradas para ver cómo el agua circula debajo del puente romano... Y, ya que estáis, no dejéis de iros de tapas por la zona de "El Tubo", preguntad por ello. ¿De verdad no vais a sacar unos días -al menos uno- para haceros partícipe de lo que Zaragoza ha montado para todos?




Manel Haro (texto y fotos).

lunes, 17 de diciembre de 2007

Viajar y descubrir: todo por dos céntimos

Está claro: viajar sale barato. Tan barato que incluso algunos hacemos locuras de vez en cuando, como ir a comer al extranjero. No hace demasiado, un par de semanas, hice precisamente eso con mi familia: nos fuimos a comer a Oporto (Portugal). Salimos un viernes a las 7:00 de la mañana y regresamos sobre las 20:00 del mismo día. En esas horas vimos todo lo que pudimos ver: la Catedral, las impresionantes vistas de las tejados de la ciudad antigua, las callejuelas serpenteantes, el barrio de las orillas del Duero, el puente Luiz I, la torre dos Clérigos…

Dicen los entendidos en materia de viajes que las personas viajamos al destino más barato que nos ofrezcan los portales de Internet. No entramos pensando en una posible ciudad, sino que miramos lo más económico y allí vamos. Qué razón tienen, porque nosotros fuimos a Oporto porque era el destino más barato: tan sólo dos céntimos ida y vuelta (tasas incluidas). Por dos ridículos céntimos nos plantamos en Oporto, vimos la ciudad y volvimos. Otra cosa, claro está, es lo que te gastas en la ciudad y el transporte de ida al aeropuerto y de vuelta a casa. Fuimos con la compañía irlandesa Ryanair, por lo que salimos desde Gerona.

Lo curioso es que fuimos a una ciudad que nos daba cierta pereza. Portugal es un país que tendemos a infravalorar, quizá porque lo tenemos demasiado cerca o porque nos pensamos que es muy pobre. La cuestión es que con esos prejuicios fuimos a Oporto solamente porque Ryanair nos puso en bandeja la posibilidad de ir por un precio bajísimo.

Y nos encontramos con una ciudad que, personalmente, me pareció preciosa, acogedora y misteriosa. Me pregunto si habrá algún escritor portugués que escriba novela negra con Oporto de fondo, porque sin duda es una ciudad que se presta a ello: calles estrechas, inclinadas, niebla baja, el paso de un río, fachadas caóticas…

Oporto sí es una ciudad ciertamente humilde, porque había muchos edificios que parecían abandonados, destartalados, y en pleno centro de la ciudad. Esos edificios no los he visto ni en las capitales de la antigua Europa comunista.

Pero a pesar de las fachadas, la ciudad es encantadora, te atrapa. Dan ganas de pasar una larga temporada allí y disfrutar de sus calles, sus vinos –qué decir del vino de Oporto-, y su gastronomía. Porque si vas a Oporto, qué menos que probar el arroz tamboril –con rape y cilantro-, el bacalao Lagareiro –con verduras asadas-, alguna que otra sopa o caldo…

En resumen, que gracias a lo barato que sale viajar, descubrimos una ciudad que nunca pensamos que visitaríamos si el precio de los billetes hubiese sido mayor. Gracias a la oportunidad que ofreció Ryanair, vimos un destino quizá atípico –había poco turismo-, y ahora que ya conocemos Oporto, no me importaría volver, pero esta vez me quedaría unos días y no me importaría pagar unos cuantos euros más por los billetes.

Hay que visitar Oporto. Hay que viajar.

Manel Haro (texto y fotos).