Hay que reconocer que a veces la vida se vuelve
cabrona y nos deja dando bandazos ante un futuro vacío de estímulos, a veces
directamente convertido en un páramo desolador, con la desgana de mirar hacia
atrás porque para qué. En cierto momento, lo que uno ha vivido y lo que ha
dejado de vivir ya no cuentan (pesar, pesa, pero no cuenta). Y así vamos
disfrutando de los buenos momentos intentando aligerar la banalidad y
participando todavía de la gran belleza de nuestra existencia aunque sea
tomándonos el pelo a nosotros mismos de vez en cuando.
Los personajes de la última película de Paolo
Sorrentino, La gran belleza, han llegado a cierta edad, entre los
cincuenta y tantos y los sesenta y tantos. Son hombres y mujeres acomodados,
que en su momento vivieron la gloria de ser jóvenes en una ciudad como Roma con
todo el viento a favor, pero que ahora se enfrentan al abismo existencial.
Algunos se reconocen en esa situación, como el protagonista, Jep Gambardella
(Toni Servillo), un periodista que acaba de cumplir 65 años, que triunfó hace
décadas con el único libro que escribió, y que ahora vive con una mezcla de
desencanto y resignación el día a día. Otros no. A su alrededor orbitan otros
personajes, como un hombre (Carlo Verdone) que a pesar de haber superado los cincuenta,
sigue soñando con hacer algo que le dé sentido a su vida; o una mujer que se
niega a aceptar que lo poco que tiene es tan impostado como toda su existencia.
Pero en La gran belleza la procesión va
por dentro y Paolo Sorrentino opta por presentarnos a sus personajes en una
primera escena memorable. Una fiesta por todo lo alto, brillantemente rodada,
donde el alcohol, la música y el desfase hacen que creamos que todo va sobre
ruedas. Beben, bailan y brindan mientras la noche los aleja de sus propias
vidas. Gambardella vive en un ático frente al Coliseum, una metáfora de que ha
tenido Roma bajo sus pies, y es allí donde otras muchas veces organiza sus
fiestas privadas donde nunca falta de nada. La vida del protagonista es una
gran celebración donde la belleza y la muerte a veces llegan de la mano.
Es inevitable que muchos críticos hayan señalado
la marca de Fellini en esta película de Sorrentino, sobre todo de La dolce
vita, además de otras influencias del cine clásico italiano, como
Antonioni. Y es que La gran belleza respira realismo por los cuatro
costados, aunque también con cierto aire surrealista y decadente: tenemos
algunos personajes excéntricos, como un joven trastornado por la idea de la
muerte; un poeta que no habla y que es la pareja de la directora de la revista
donde trabaja Gambardella, una enana sin complejos que a menudo se deja noquear
por una borrachera; un vecino del protagonista que jamás contesta cuando éste
le hace algún comentario en el ascensor; o una monja centenaria, altruista pero
con el carácter agriado. La gran belleza es, a fin de cuentas, el
retrato de una generación en decadencia donde cabe lo extravagante. No en vano,
en un momento dado, Gambardella menciona el interés de Gustave Flaubert por
escribir una novela sobre la nada y poco después habla del inicio de Nadja,
una obra de André Breton, padre del surrealismo, que arranca con la frase
“¿Quién soy yo?, ¿a quién frecuento”?.
Probablemente La gran belleza no sea una
película para todo tipo de público. Son dos horas y media de una historia que a
veces desconcierta y que propone muchos juegos (guiños, alusiones,
complicidades…) al espectador y que es bueno que este sepa captar. De hecho, es
de aquellos filmes que seguramente mejoran con un segundo visionado. No me
parece una película perfecta, pero en esencia propone una estimulante reflexión
sobre la vida, sus ciclos y sus trampas y, desde luego, lo hace de una forma
original. Y no podría cerrar esta reseña sin aplaudir, tanto como haga falta,
la banda sonora y la espectacular interpretación de Toni Servillo, un maestro.
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