Ricardo Menéndez Salmón es de esos hombres que no hablan por hablar, de esos interlocutores que dicen lo justo, lo preciso. Quizá por eso sus novelas sean siempre cortas, porque la paja está demás. Precisamente esa es una de las líneas de su nueva novela, El corrector (Seix Barral): la banalidad del lenguaje.
Cuando los terroristas reventaban los trenes de Madrid en 2004, a Ricardo Menéndez Salmón se le caía uno de los velos que cada persona llevamos puestos en nuestra vida: la inocencia en torno a la política, si quedaba algo, caía como una hoja arrancada en época de tormenta. Las ineficaces muestras de manipulación del lenguaje por parte del PP en las semanas posteriores al atentado del 11-M fueron la chispa que arrancó el motor de este libro.
Cuando los terroristas reventaban los trenes de Madrid en 2004, a Ricardo Menéndez Salmón se le caía uno de los velos que cada persona llevamos puestos en nuestra vida: la inocencia en torno a la política, si quedaba algo, caía como una hoja arrancada en época de tormenta. Las ineficaces muestras de manipulación del lenguaje por parte del PP en las semanas posteriores al atentado del 11-M fueron la chispa que arrancó el motor de este libro.
Manel Haro. Barcelona © / Foto: Susana Carro ©
¿En qué momento preciso se le activó el chip para escribir esta historia?
Creo que el 29 de noviembre del año 2004, cuando oí a José María Aznar decir en cierta comisión aquello de que los atentados de Madrid no habían sido urdidos en «lejanas montañas ni en remotos desiertos». Su «sostenella y no enmendalla» me causó una profunda impresión. Primero fue el dolor; luego, el estupor; finalmente, la indignación.
Sus novelas son cortas, pero las escribe durante un par o tres de años. ¿Significa eso que corrige mucho o que se despista fácilmente?
Pregunta un poco perversa, ergo inteligente. Corrijo mucho y me despisto fácilmente, si entendemos «despistarse» por tener abiertos varios frentes a un tiempo. En general, suelo escribir más de un libro a la vez. Al menos con mis tres novelas para Seix Barral ha sucedido eso.
De algún modo, en todas sus novelas siempre está el telón de fondo del terror. ¿Por qué le interesa tanto este aspecto?
Porque me parece constitutivo no sólo de nuestro tiempo, sino del propio concepto de humanidad. Hay una intuición de Roberto Arlt en Los siete locos que asumo como propia: «Sólo el mal», dice el escritor argentino, «afirma la presencia del hombre sobre la tierra». Frase terrible pero muy certera, porque a poco que uno reflexione se da cuenta de que la maldad y, por extensión, el terror son privilegio de nuestra especie.
En La ofensa el protagonista perdía la sensibilidad ante el terror. En El corrector parece que quienes la pierden son los políticos que durante horas intentaron anteponer sus intereses de partido por encima del dolor de los españoles. ¿Por qué le gusta insistir en esa pérdida de sensibilidad del ser humano?
Porque también me parece una constante humana. Quizá porque soportamos mal un exceso de realidad y necesitamos atajos para escapar a ella. De todos modos existe una diferencia de grado entre la insensibilidad de Kurt, el protagonista de La ofensa, y la de la clase política que nos gobernaba durante las jornadas de marzo. Kurt pierde la sensibilidad porque su ingenuidad, aquello en lo que él creía de un modo bastante naïf, entra en conflicto con el mundo; los políticos se hacen insensibles e impermeables a la verdad defendiendo una posición de privilegio.
Volvamos a las declaraciones del PP después de los atentados: ¿Qué sentía exactamente usted cuando las escuchaba?
Como se explica en la novela, e igual que le sucedió a la inmensa mayoría de los españoles, yo creí a nuestro Gobierno hasta que las noticias que llegaban de muchas partes (sobre todo de fuera de España) comenzaron a desaconsejarlo. Aquel día todos perdimos doblemente la inocencia: primero, porque sentimos que podíamos haber viajado en esos trenes; segundo, porque aprendimos que el poder político, con tal de mantener su espacio, es capaz de alcanzar increíbles cotas de miseria.
¿Podríamos decir que la esencia de El corrector es la corrupción del lenguaje?
Es una de las líneas principales de reflexión, sin duda. El lenguaje es un instrumento poderosísimo pero al tiempo muy frágil. Es poderosísimo porque sólo con el lenguaje podemos adueñarnos del mundo, pero a la vez muy frágil porque las palabras pueden decir lo que la realidad no ha dicho. Todo esto lo explicó insuperablemente Orwell en 1984. Quien detenta el poder, detenta el lenguaje; quien detenta el lenguaje, detenta la capacidad de transformar e incluso de abolir la realidad.
Usted dijo una vez que en todo discurso filosófico es imposible escapar a Platón. En esta novela Vladimir parece un Platón moderno.
Platón es un gran constructor de metáforas. Pensemos en dos de ellas, que aparecen con cierta obstinación en mis libros: la vida falsa que todos experimentamos a través de los simulacros (el esclavo en la caverna) y el sueño de una República ideal dirigida por sabios (tan querida por todos los tiranos ilustrados). Platón es fascinante y peligroso a partes iguales. No sé si Vladimir es un Platón moderno (sospecho que a mí, como a otros escritores, Platón nos querría ver lejos de su República), aunque es cierto que algunas de sus reflexiones indagan en las grandes preguntas platónicas: ¿dónde empieza el conocimiento y hasta dónde llega la opinión?, ¿qué relación existe entre gobernante y gobernado?, ¿debe el dirigente permitir que el artista se inmiscuya en los negocios de la polis?
¿Serían los dirigentes actuales los nuevos sofistas o sería mucho decir?
Un sofista, para el imaginario griego, es, entre otras cosas, aquella persona capaz de defender algo y su opuesto. Desde esa lógica es plausible ver en el político moderno un sofista cultivado. Creo que lo que Platón, por seguir con el tema, detestaba de los sofistas es lo que Robertson Davies ha sugerido en Ángeles rebeldes al definir el escepticismo: el cauteloso reconocimiento de que es posible afirmar la contradicción de cualquier proposición general sin que sea menos digna de crédito que la proposición misma. Dicho en román paladino: que un día nuestros sofistas proponen un Estado laico y al día siguiente llenan de dinero los bolsillos a la Iglesia sin que entre un acto y el otro medie contradicción aparente.
¿Cree que la política española es especialmente pertinaz en la banalidad del lenguaje o es algo generalizado en todos los gobiernos?
Sólo puedo hablar con conocimiento de causa de nuestros políticos, aunque imagino que la banalización mencionada es pandémica. Si sirve de respuesta, diré que percibo la misma banalización en el ámbito municipal que en el regional y, por descontado, en el nacional. Esto es: que la palabra democracia, por ejemplo, suena igual en boca de un alcalde, un presidente autonómico y un ministro.
¿Cree que las nuevas tecnologías permiten desactivar de algún modo la manipulación de los políticos?
Depende de quién esté detrás de ellas, claro, pero, en general, creo que Internet supone un sano ejercicio de desacralización. Quiero decir que, así como es muy interesante ver una reseña que destroza con argumentos a un pope de la literatura consagrado por la academia, es igualmente grato escuchar a gente que, a través de la Red, expresa sin censura sus opiniones acerca de sus gobernantes.
En sus novelas parece haber un exhaustivo proceso de limpieza, de pulimiento. Es decir, de corrección. ¿Hay un Vladimir dentro de Ricardo Menéndez Salmón?
Lo hubo, lo hay, lo habrá siempre. Fui corrector profesional durante años, lo sigo siendo en ocasiones y lo seré siempre ante mis textos y, por deformación, ante los textos ajenos. A veces voy caminando por la calle y pongo una tilde a un anuncio o descubro una aliteración en un titular de prensa. Esta obsesión siempre fracasada por la obra perfecta, limpia de mancha, la intenté explicar en un relato al que le tengo mucho cariño, «Para una historia privada de la literatura», un homenaje a Kafka que publiqué en mi libro Gritar.
¿Qué le dicen los lectores de El corrector cuando tiene oportunidad de hablar con ellos?
Hay de todo. Gente a la que la intromisión de la política le ha molestado, y que valora sobre todo la parte íntima del libro, la que mira al amor de pareja y filial; gente que, por el contrario, dice que ya era hora de que alguien se atreviera con el tema y que está cansada del estilo Sheraton en literatura o del epatar al burgués tan de moda hoy. No se puede escribir a gusto de todos, por descontado. El lector es soberano a la hora de escoger qué lee; el escritor, a la hora de decidir en qué va a invertir su fuerza.
Su novela me ha recordado a Don DeLillo y resulta que a Vladimir le gusta mucho este autor. ¿Es casualidad?
DeLillo es un gigante; en mi opinión, y hasta donde yo conozco, el mayor escritor vivo. No obstante, no es El hombre del salto, la novela con la que quizá se pueda emparentar El corrector, la que más me gusta de él. A mí me fascina el DeLillo de Ruido de fondo, Mao II y Submundo, una trilogía insuperada de la estupidez, la violencia y la maravilla que encierra nuestra contemporaneidad.
¿Se sintió cómodo cuando lo agruparon dentro de la Generación Nocilla?
Si alguien me regaló ese marbete es que no había leído mis libros. De todos modos, me siento cómodo en compañía de los buenos escritores. Y en eso que se ha dado en llamar Generación Nocilla, hay unos cuantos.
¿Está trabajando en otra novela?
Sí. Una historia entre el ensayo y la ficción con la pintura como protagonista. Hay cuadros blasfemos, aparece Mark Rothko y un escritor que, sospechosamente, responde al nombre de RMS.
2 comentarios:
He leído las primeras páginas de 'La luz es más antigua que el amor' y me ha gustado.
Me planteo una pregunta para alguien tan cuidadoso con las revisiones y las correcciones (yo también lo soy): ¿por qué usar la palabra "pepitas de cereza" cuando las cerezas no tienen pepitas, tienen huesos?
¿Cómo conseguir que el autor me conteste a esa pregunta?
Manías de correctores.
Gara Bato
El autor tiene perfil de Facebook, es una manera de contactar con él. Saludos.
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